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Dirac, el ingeniero que hacía física teórica

Tal día como hoy en 1984 fallecía Paul Maurice Dirac.  Este es uno de los mayores físicos teóricos de la historia.

Si no has leído sobre su vida y su carácter te recomiendo que lo hagas porque era un hombre bastante peculiar. Puedo decir que más que Einstein, Feynman u otros físicos «populares», Dirac siempre llamó mi atención.

En esta entrada voy a explicar brevemente, y seguramente de una forma parcial y sesgada, las grandes contribuciones de Dirac a la física contemporánea. Seguramente me dejaré muchas por el camino, pero diré todas las que a mi parecer son las más atractivas.  Creo que este científico se merece más atención y más reconocimiento.

Gracias Paul…

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Carlos Pobes encuentra al capitán Scott – Acto Primero

Hoy tenemos el placer de contar con la participación de Juan José Gómez Cadenas (@JuanJoseGomezC1). JJ es un tipo de los que hay que conocer, escuchar, discutir con él y aprender. Es el profesor que todos deberíamos de haber tenido. En esta ocasión nos presenta una visión novelada, y no menos real, de la ciencia, la sociedad y los protagonistas, los científicos.  ¡Bienvenido!

Ambientación:

estamos en el Polo Sur, a principios del verano polar. Es de día. Este día acaba de empezar, después de una noche de seis meses, una noche tan larga como la infancia, tan oscura como la desesperanza de un país vendido a mercaderes de poca monta, tan inimaginable, en el eterno amanecer, como aquella juventud que se nos escapó, tan secreta como el primer amor,  tan íntima como las líneas de aquel poema que  ella nos recitaba al oído, en la oscuridad que ya no sabemos concebir.

Hace frío. Siempre hace frío en el Polo Sur.  Hoy la temperatura ronda los cuarenta bajo cero. Ha hecho más frío durante la noche, durante el invierno, cuando los vientos helados pueden traer temperaturas inferiores a las que reinan en Marte.

Carlos Pobes aguarda junto al mojón que marca el exacto Polo Sur geográfico. Pasea, trazando pequeños círculos en torno al cartel conmemorativo. Camina, en parte, para distraer el frío. A pesar de su impermeable de Gore-Tex forrado de plumón y los dos pares de guantes, y las orejeras y gorro polar, y las botas aislantes, a pesar de su equipo que incluye capas y capas de material térmico, Carlos Pobes tiene frío y pasea para distraerlo, animosamente. Carlos sabe que el frío es parte del trato antártico, como lo es la soledad y el silencio. Firmó para eso y no se queja.

Pobes es un “winterover”, uno de los dos o tres físicos del equipo de IceCube, el gigantesco telescopio de neutrinos que se extiende bajo el hielo del polo sur, a una profundidad entre un kilómetro y medio y dos kilómetros y medio, cubriendo un área de un kilómetro cuadrado. Un kilómetro cúbico equipado de ojos electrónicos capaces de detectar las firmas de los neutrinos que llueven sobre la Antártida y sobre todos nosotros. Un telescopio que observa lo profundo de la galaxia, esperando señales de monstruos lejanos.

En el centro de la Vía Láctea, un gran agujero negro devora todo su vecindario y en el proceso pueden producirse neutrinos de energías prodigiosas. Quizás IceCube ha detectado dos de ellos este invierno. Mientras Carlos pasea, los físicos de todo el mundo especulan sobre ellos. Algunos incluso se desvelan, imaginando la enormidad de la tragedia que describen las explosiones de luz recién registradas por el ojo de Cíclope. ¿Cuántos sistemas planetarios tienen que destruirse para que el comité Nobel reconozca de una vez el genio de Francis Halzen?

Para entender la galaxia,  alguien tiene que ocuparse de que el detector funcione a la perfección, de que todo este en orden, durante los largos meses de invierno. Cíclope necesita de Ulises, un héroe que, lejos de cegarlo, atiende a sus modestas necesidades. Comprobar que los módulos no fallan, que la electrónica responde, que los datos se transfieren correctamente. A esas y otras labores se ha dedicado Carlos durante la noche interminable, durante el invierno polar.

Ahora amanece y pronto Carlos será relevado de sus obligaciones. Después de un año infinito, regresará a su país confuso y arrebatado, al barullo de las multitudes, a la velocidad de los jardines y la nostalgia de las fábricas. Carlos es un hombre valeroso, nadie que no lo sea puede sobrevivir a un invierno en la Antártida. ¿Pero cómo sobrevivirá a todo ese ruido, después de un año de silencio?

Pobes da vueltas al mojón que declara que se encuentra en el Polo Sur geográfico. Haga lo que haga, sólo puede ir al Norte. Haga lo que haga, la vida lo aleja de este año monacal, de las auroras australes y  el planeta hielo, del silencio de los neutrinos. Haga lo que haga, el tiempo, suspendido durante seis meses, vuelve a correr en su clepsidra. Pronto, Carlos se marchará de la Antártida.

Nuestro héroe pasea y piensa, hasta que de repente se da cuenta de que no está solo. Junto a él hay otra persona, vestida de una manera que sería cómica si no fuera por el frío. Guantes y gorro de piel, impermeable de hule, el equipo de este tipo que acaba de materializarse junto a él, es, simplemente, patético. Debe estar helado. Lo está, a juzgar por la forma en que tiembla y se retuerce, como un olivo aniquilado por la escarcha. El rostro, enjuto, barbudo, quemado por los implacables rayos UVA, es el de un cristo en la cruz. Los ojos son ascuas vivas.

—How do you do? —saluda Pobes, cordialmente, sin pararse a pensar en lo imposible de la aparición. Una cosa son las leyes de la probabilidad y otra la cortesía. En la Antártida una cosa nunca se confunde con la otra.

—Have you seen Roald Admundsen? —contesta el otro, con un inconfundible acento britón, que, junto a los harapos que apenas le defienden contra el frío y el rostro familiar de las inevitables lecturas polares, delatan de quién se trata. Carlos Pobes comprende que tiene delante al mismísimo capitán Robert Scott, o, para ser exactos, a su fantasma.

—No, no soy Admundsen —niega nuestro héroe —. Se ha confundido de siglo. Estamos en 2012. Amundsen llegó aquí tres semanas antes que usted, pero de eso hace 101 años. Posiblemente usted es un espectro. La única razón que se me ocurre para explicar su presencia es la efemérides capicúa.

—Ah —opina Scott —. Usted debe ser un científico. En otro caso no se le ocurriría la peregrina idea de relacionar una aparición sobrenatural con las propiedades numéricas de su aniversario.

—Ahora que lo dice… —duda Carlos.

—Déjeme asegurarle que el año capicúa no tiene nada que ver con mi visita —se reafirma Scott —. Mi ectoplasma sólo se condensa en presencia de otros héroes antárticos como yo mismo. ¿Es usted un héroe antártico?

—Hombre yo… no creo —titubea Pobes, siempre modesto.

—¡Ah, estos jóvenes! —exclama Scott —. Pues claro que lo es, hombre. ¿Qué haría usted aquí, en otro caso? ¿Cómo justifica su presencia, durante todo un año en esta base Polar, su devoción absoluta a su profesión, su espíritu de aventura?

—Verá, es parte de mi trabajo… —ofrece Carlos.

—¿De veras? ¿Todos los científicos hacen aventura de su oficio? Todos ellos viajan a lugares remotos, donde día y noche se confunden para realizar su vocación? ¡Si ese es el caso, el mundo futuro ha progresado mucho!

—No es del todo así… —se disculpa Carlos.

 —¡Lo suponía! Dígame: ¿le han ofrecido ya una cátedra, como premio a su innegable talento? ¿Quizás una dirección general? ¿Un simple subsecretariado? ¿Invertirá el gobierno de su país cantidades sustanciales en financiar tan maravillosa aventura como veo a mi alrededor, inspirados por su valentía?

—Mucho me temo… —empieza el atribulado español.

—¿Lo ve? —interrumpe el militar inglés —. ¡Usted no es más que un chiflado como yo! Nada de cátedras ni de cargos ministeriales, ¿eh? Por eso me está viendo, querido amigo. Sólo me aparezco a los insensatos.

—¡Pero usted ha inspirado a generaciones enteras de aventureros y también de científicos! —contraataca Pobes.

—Me alegro, muchacho, me alegro —asiente el capitán, palmeándole en el hombro con una mano robusta y viril, que poco tiene de fantasmagórica —. Así que winterover, eh?

—Para servirle —el zaragozano no puede evitar ser un tipo bien educado, por más que se encuentre en las Antípodas del mundo.

—Espero que narres todo lo que has vivido, Carlos —Scott le toma del brazo, con confianza, el gesto amistoso refuerza el tuteo, claramente el fantasma se encuentra a gusto con el físico español —. Es tu obligación.

—¿Usted cree?

—¡Pues claro! Cuéntale a la gente lo bello y desolado que es este lugar. Algunos nos dejamos la piel aquí por puro amor, ¿sabes? Háblales de los neutrinos, aún más fantasmagóricos que tu seguro servidor. Explícales por qué lo que haces vale la pena.

—¿Lo vale? —en los tiempos que corren, incluso los héroes como Pobes tienen sus dudas.

—¡Pues claro, hombre! El mundo ya tiene bastante miseria con las finanzas y los políticos. Hace falta una voz viva que les recuerde que la naturaleza es bella, misteriosa, terrible…

—¡Tiene razón! —exclama Carlos —. Lo haré.

—Así me gusta —concluye Scott, satisfecho —. Y ahora dime: has visto por ahí a a Roald Admundsen?